A continuación tienes la transcripción (revisada, modernizada y mínimamente modificada) de la traducción de los epigramas de Marcial de la mano de Víctor Suárez Capalleja* (1845-1904).
- Libro de los espectáculos
- Libro I
- Libro II
- Libro III
- Libro IV
- Libro V
- Libro VI
- Libro VII
- Libro VIII
- Libro IX
- Libro X
- Libro XI
- Libro XII
Prólogo
Prólogo de Víctor Suárez Capalleja.
Marco Valerio Marcial (1) nació el año 43 d. C., cuando empezaba a reinar Claudio, en Bílbilis, cuyas ruinas distan hoy dos mil pasos de Calatayud, en la provincia de Zaragoza. Era entonces Bílbilis ciudad muy importante; fabricaba excelentes armas de muy estimado temple, debido a las límpidas aguas del fértil Jalón que la bañaba, y poseía ricos veneros auríferos y férreos que la hacían no menos ilustre (2).
Reinando Nerón, llegó a Roma Marcial, a la edad de veintiún años, con objeto de estudiar los dos últimos años de derecho que le faltaban (3). En ella residió treinta y cinco años, habiendo dejado la carrera del foro por la poesía ligera y festiva, a que le llamaba su genio alegre, tornátil y agudo. Nada nos dice de su juventud, que no fue como la de Estacio, su contemporáneo, coronada de olímpicas palmas; ni tampoco de sus padres, «sino que fueron bastante tontos por haberle enseñado las letras» (4).
Hasta el imperio de Domiciano, época en que Marcial empieza a escribir, nada sabemos de su vida. ¿Qué hacía bajo Galba, Otón, Vitelio, Vespasiano, emperadores de pocos días, y en medio de aquella embriaguez de sediciones, que, en el espacio de diez meses, arrojó a cuatro emperadores del trono a las gemonías? ¿En qué se ocupaba bajo Nerón? En sus epigramas apenas le menciona más que para alabar sus magníficas termas y estigmatizar la muerte de Lucano. Tal silencio no nos debe extrañar, atendiendo a que las sacudidas de aquellos reinados de un día, escalados espada en mano; aquella sucesión de amos, unos con vicios monstruosos que se satisfacían apresuradamente por la incertidumbre del mañana, otros con virtudes intempestivas, tan perjudiciales comolos mismos vicios; en una palabra, el despotismo militar, la peor de las tiranías, porque mata las pasiones, acicate de las sociedades; todo esto hacía que ya nadie pensase, en tiempo de Domiciano, en indignarse contra Nerón, el cual, muerto, era un emperador como otro cualquiera, un personaje cronológico, colocado entre Claudio y Galba, una estatua cuyos restos iban a juntarse con los de otras muchas. Además, tal vez desagradaba a Domiciano que sus poetas le adulasen a expensas de Nerón, porque la censura de un perverso príncipe muerto no es un elogio de un malvado príncipe vivo.
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Marcial, pobre, hizo como Estacio: se dirigió a la corte, manantial de gracias y dinero. Pidió en toda forma y estilo, ya honores, ya dinero, ya el mero favor de ser leído por Domiciano. ¿Y qué quería nuestro poeta? Cultivar un pequeño campo que fuese suyo (5); disponer de tiempo en su medianía; no acosar a los grandes, ni en continuo vaivén dirigir saludos matinales; vivir de su caza, pescar con caña, tener una robusta criada que le pusiese la mesa y la cubriese de platos sencillos, calentarse con leña que nada le costase (en Roma estaba la leña sumamente cara), y cocer sus huevos en este rescoldo: tales eran sus deseos, que no podrán tacharse de ambiciosos. Si después codicia riquezas (6), no lo desea para cubrir de esclavos los campos de Etruria, ni por comer en mesas de marfil, ni beber falerno helado en copas de cristal, ni hacer ostentación de su opulencia en medio de numeroso cortejo de clientes, sino para dar y edificar, en cuyo deseo tal vez adulaba a Domiciano, que tenía la manía de construir monumentos. Marcial en esto no es sospechoso; se puede creer que adula aun cuando menos lo parezca.
Marcial es un mendigo que con poco pudor y mucho talento se dirige al bolsillo de los patricios, variando hasta lo infinito la forma de las súplicas, e imponiendo la generosidad; pero sus necesidades son tan urgentes, es tanta su pobreza, que el desdoro es para el que rehúsa, mas no para el que pide, digno de mejor suerte. Las súplicas dirigidas a Domiciano, a quien hace superior al Júpiter del Olimpo, llamándolo noster Tonans, y prefiriendo más ser de él convidado que asistir a la mesa de los dioses (7), deshonran más a aquel príncipe que al menesteroso poeta.
Y no debemos creer que fuese con él muy munífico, cuando le vemos pedirle sin cesar, sin ser por esto más rico. Las negativas no cansaban al mísero vate:
Mas aunque nada me des,
déjame, César, rogarte;
que de inciensos y de ruegos
nunca se ofende el Tonante.
El que sagradas efigies
de piedra labra o metales
no hace a la verdad los dioses:
quien les ruega es quien los hace.
Esto le dice (8), pero en vano: ni siquiera obtuvo el menguado favor de un poco de agua que pedía a Domiciano para su casita de la ciudad, y que hubiera sido para él lo que la fuente Castalia o la lluvia de Júpiter (9). En general se hallan muchas solicitudes en sus epigramas, pero no hay ninguno en que le dé las gracias, sino por títulos, por privilegios honoríficos que obligaban a Marcial a moverse en cierta esfera, sin proporcionarle los medios de vivir en ella con holgura.
Hoy nos irrita ver como un poeta que pide limosna y no la logra anota alegremente las peticiones hechas y las negativas recibidas: tanta bajeza o tanto candor no es posible, gracias a Dios, en nuestras costumbres; pero en los nefastos días de Marcial tal papel del poeta no era vergonzoso. Le era preciso vivir como hombre de gusto y de buen tono, en quien el ejercicio del talento y el contacto con opulentos amigos desarrollaban necesidades delicadas, desproporcionadas con los recursos que podía darle su pluma. Fuera de la corte imperial no había reputación posible: le era preciso convertirse en poeta cortesano, acosar a los poderosos, seguir la litera de un eunuco o morir de hambre. Fuera de los personajes privilegiados, no había público, ni tenía lectores más que entre los patricios, que en verdad eran poco numerosos para comprarle bastantes ejemplares (raros por otra parte, pues el pergamino y demás adminículos estaban muy caros) que le permitiesen vivir de su ingenio. Se veía, pues, obligado a vegetar en casa ruinosa, a ir desde el alba con su espórtula bajo el brazo a recibir del mayordomo de un patrón algunas monedas, y por tan miserable paga, acompañarle todo el día como a un rey: necesitaba vivir de limosna, comer en un rincón pescados podridos o berzas mal cocidas, no obstante que sabía que era leído y admirado hasta en los últimos confines del mundo romano; o bien dirigirse a César; y ¿cómo dirigirse a César sin adularle? Él, amado de Júpiter; él, que se embriagaba en el éter purísimo del ideal, no podía, no, hacerse abogado, zapatero o pregonero, oficios entonces los más lucrativos, para dejar de ser poeta, aun cuando se viese obligado a lisonjear a Domiciano.
Da lástima ver cómo Marcial, cual Estacio y todos los escritores de la Roma imperial, hijos de sus obras, venidos del fondo de su provincia, con la sien coronada de laureles poéticos, y viviendo miserablemente de los beneficios de la corte, en la sociedad de los grandes, que les aplastan con su fastuoso lujo y su vanidad imbécil, patricios por el talento y esclavos por su pobreza, señalados con el dedo por su ingenio y por su toga raída; da lástima, repetimos, cuando se contempla la fortuna que nuestro siglo concede a los hombres de talento, que con su pluma, guardando su conciencia y su franco lenguaje, subsisten honrosa y decentemente, no a costa del rey, ni de los grandes, ni de la república, ni del presupuesto, sino de todo el mundo, que los lee y arrebata sus obras, y falta valor, al menos a nosotros, para acusar a Marcial por sus lisonjas a Domiciano, aun cuando le haya dirigido muchas y muy indignas.
Y lo peor es que Marcial, además del puesto que le daba su fama, era tribuno honorario, caballero honorario y privilegiado con el derecho de tres hijos. Su empleo de tribuno no reclamaba el que hubiese vivido en los campamentos; su anillo de caballero no le imponía el pago del censo ecuestre, y su derecho de tres hijos no le exigía el que hubiese sido padre. Eran títulos que le había conferido Domiciano, más pródigo, al parecer, de honores que de sestercios. Por el de tribuno, Marcial gozaba de todos los derechos y privilegios del cargo, excepto el sueldo; por el de caballero, tenía un puesto honorífico en el teatro, y podía sentarse en los catorce bancos reservados a los patricios; por su derecho de tres hijos, estaba exento de ciertos cargos y disfrutaba de algunos privilegios; si buscaba los honores, obtenía dispensa de edad. Este derecho de tres hijos era muy codiciado de los romanos, y no era preciso ser padre para obtenerlo.
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Y aquí se presenta la cuestión de si Marcial fue casado tres veces o una sola. En su colección de epigramas hay tres mujeres con el título de uxor: la del epigrama 92, libro II, a la que comunica el privilegio que el César le ha dado; otra que mancha con los salaces versos que le dirige; y una tercera, Marcela, hermosa compatriota, de la cual hace muchos elogios, y con quien, al parecer, se casó al regresar a Bílbilis. Elogia la casa de Marcela, sus jardines, sus viveros, donde nadan peces domesticados, su bosque de palmeras, su fuente, su palomar; «pequeños reinos, dice, que debo a Marcela». Debemos pensar, dice Nisard (10), que la primera y tercera son una misma, y que la segunda es una cortesana ante quien Marcial prostituye el noble título de uxor.
Ya que conocemos a Marcial, recio se nos hace censurarle por haber adulado a Domiciano. Figurémonos un hombre de talento distinguido, poeta de moda, leído en todo el imperio, hasta entre los getas, hasta bajo la tienda del centurión que mandaba en Britania (11); que tenía estatuas; que enviaba a los amigos epígrafes para poner por bajo de sus retratos (12); que podía engreírse de que desde las primeras palabras toda persona de gusto le reconocía (13); que se sentaba con senadores y caballeros; que era tan influyente que podía dar el derecho de ciudadanía a quien quisiese (14); que tenía amigos poderosos (15); representémonos a este poeta, pobre, humillado, obligado a mendigar como pordiosero que canta alegres canciones; burlándose de su pobreza, por no revelar que sufría demasiado; aparentando pedir con poca seriedad, para creerse con el derecho de no ser muy humillado con las negativas (16); figurémonos esta posición falsa, dolorosa, precaria siempre, de un hombre condenado por instinto a la fiebre del ideal, al tormento de la poesía, con privilegios, pero sin dinero; con estatuas, pero con deudas; glorioso, pero hambriento, y quien tenga valor lance sobre él la piedra de la cólera.
Ha adulado a Domiciano; pero ¿qué podía hacer? ¿La oposición? ¿En pro de quién y para qué? Roma corrompida no podía volver a la república, que exige virtudes, y muy sólidas, y el emperador reinante no era más malo que su sucesor. Conspirar era poco tentador, después de la suerte de Lucano y Petronio, quienes, por otra parte, podían tener en ello un interés de casta; pero a Marcial, pobre e hijo de pobres, oscuro hispano, sin interés de familia ni de raza, que había ido a Roma a buscar fortuna, ¿cómo podía ocurrírsele imitar a los Brutos y Catones, por la gloria de la virtud, en la que no creía? No tenía más recurso que alabar o callar. Pero el silencio de un hombre de talento podía en aquellos aciagos días tentar la mortífera lengua de un delator.
Marcial alabó mucho lo laudable, pero jamás al crimen. Puso en las nubes la sabiduría de los rescriptos, en que Domiciano velaba por la pureza de las costumbres: admiró su gusto por construir templos a los dioses; elogió con exceso lo que apenas merecía mención: abultó, exageró tanto más los méritos cuanto eran más raros, y Domiciano daba poca materia a la condigna loa; se repitió por no tener nada nuevo que decir, prefiriendo que se le cerrase la boca por hablar demasiado que no por hablar poco; en una palabra, fue inmoderado porque le era peligroso el ser sobrio.
Pero se dice: muerto Domiciano, le ultrajó con rabioso diente. No: en todos sus epigramas no se hallan las supuestas injurias; sí una o dos cosas que pudieran llamarse críticas bastante decentes у bastante nobles, pero no ultrajes: véanse los epigramas 6.º y 15 del libro XI, que es todo lo que ha escrito contra Domiciano, y sería asaz severo quien en ellos viere insolentes punzadas: que no es Marcial un esclavo que, suelta la lengua en las Saturnales, se reintegra de un año de servilismo y de malos tratos; no: el mísero poeta, que ha ganado poco en el humillante oficio de adulador, oficio que ha soportado como un yugo, conserva cierta medida al volverse contra la memoria de su amo, porque comprende muy bien que entre el que impone el yugo, y el que le lleva, la vergüenza y la deshonra es de los dos, o más bien del primero. No ultraja Marcial a Domiciano, no: le juzga como hombre que ha perdido el derecho de ser severo, y que lo sabe.
Si las lisonjas dirigidas al sucesor de un príncipe son ultrajes para este príncipe, Marcial es muy culpable con Domiciano, porque alabó en tal modo a Trajano; pero por fortuna podía elogiarle sin bajeza. Plinio el Joven no ha perdido su reputación de honradez por haber hecho un panegírico exagerado de Trajano, cuyas brillantes cualidades, después del nefasto reinado de Domiciano, podían inspirar entusiasmo, no asalariado como el de Plinio, y privar de la acerba punta del insulto al difunto emperador los encomios dirigidos a su sucesor.
Pero lo que de ningún modo pueden justificarse son las impurezas con que Marcial ha manchado su colección de epigramas, y que, resistiéndose a honestos eufemismos, hemos dejado en la misma lengua en que fueron escritos, por no alterar el orden numérico de la colección: nada pierde el lector con ignorar suciedades, que, aunque escritas con gracejo, causan asco al estómago y heridas a la moral. Más pueden explicarse por medio de algunas observaciones atenuantes.
Primeramente puede creerse que muchas expresiones, cuya torpeza hoy nos irrita, no tenían la misma significación ni eran tan brutales para los contemporáneos. Marcial dice en un epigrama que las jóvenes pueden leerle sin peligro, y aunque tal dicho sea una exageración, es cierto que nadie se ocultaba para leerlo, y que las personas de buen tono, como hoy se diría, personas tanto más gazmoñas de lengua cuanto más libres de mano, confesaban públicamente su admiración por el poeta bilbilitano, quien, por otra parte, habla repetidas veces con honrosa franqueza de su respeto a las conveniencias, y excusa con un poco de rubor la licencia de su lenguaje con el recato de sus intenciones.
Aunque mis versos son libres,
siempre mi conducta es proba.
dice en uno de sus epigramas (17); y ¿cómo se hubiera podido engreír en cierto modo, a riesgo de ser desmentido por todos, si en efecto no contuviesen sus epigramas más atrevimiento que obscenidades, más agudezas que inmundicias?
Espurcísima era la Roma imperial, conjunto de sangre y cieno, donde estatuas desnudas de Príapo insultaban los palacios, templos, plazas públicas; donde en las fiestas de Flora corrían al oscurecer, a través de las calles de Roma, no prostitutas, sino matronas romanas, desnudas y suelto el cabello; donde las mujeres se bañaban con los hombres; donde los vicios más repugnantes estaban autorizados con ejemplos del Olimpo; pero recio es de creer que se hubiese deleitado leyendo a Marcial, si este hubiere sido tan impuro como hoy nos parece, y debemos suponer que la mayoría de sus epigramas acerca de ciertos vicios no ofendía al poco pudor público que quedaba, considerándose como licencias permitidas: que cuando los vicios están arraigados en un país, los impuros escritos en que se nos transmiten no son más que pinturas de costumbres.
Además, casi todos los epigramas eróticos de Marcial no son más que pequeñas sátiras, cuyos chistes, ora recogía de labios de libertinos, ora los imaginaba según lo que veía, aguzándolos en penetrantes aguijones, y apropiándoselo todo por el estilo. Después los arrojaba al mundo, que no era por eso ni más corrompido ni más casto.
Sin embargo, Marcial manejaba la férula de censor, poco sospechoso, sí, y que hablaba de vicios en que él mismo incurría, pero de cuando en cuando lanzaba acentos honrados, y demostraba cierto disgusto digno de la sátira elevada. Hasta se halla indignación en algunos epigramas, permitiendo esperar que va a atacar con seriedad las torpezas de sus contemporáneos; pero tal indignación termina en una agudeza, y la cólera del poeta se evapora en un juego de palabras. Se ve en él a veces desprecio, disgusto, pero nunca el odio santo del que ama la verdad y la pureza. Casi, casi se muestra reconocido a los desarreglos monstruosos de que habla, por las felices agudezas que le proporcionan, y piensa más en hacer reír a su lector que en nutrirle con vigorosos y castos pensamientos, lo cual nos irrita, porque no concebimos en nuestras ideas cristianas que se hallen motivos de risa en lo que causa horror y náuseas; pero era tal la corrupción de costumbres en tiempo de Marcial que los grandes vicios dignos de la sátira, que en todo tiempo dan cierta ignominiosa fama a los pocos que los practican, eran comunes a casi todos los romanos, y, por ende, pertenecian al dominio del epigrama y de la agudeza, armas débiles, que solo se esgrimen contra las manías, preocupaciones y extravagancias de una época.
Todo lo que se podía exigir a Marcial, que vivía en medio de aquellos vicios, en su intimidad y quizá en su confidencia, es que no pudiendo ser su enemigo declarado, no fuese su adulador, y que tuviese bastantes bríos para lanzar el ridículo sobre quienes no podía deshonrar. Y ha desempeñado este oficio algunas veces con vigor, otras con un sentimiento que no ha debido salir de un pecho depravado como el de un Petronio, ni cobarde y afeminado como el de un Ovidio.
Esta defensa de Marcial puede parecer una paradoja, y sin embargo abona nuestro modo de pensar el juicio de un contemporáneo, el de Plinio el Joven, quien en una de sus cartas dice del poeta bilbilitano: «Era un hombre espiritual, agudo, vivo, que ha derramado en sus escritos muchas sales y mordacidad y no menos candor». Esta expresión no debe admirarnos, si paramos mientes en muchos epigramas de Marcial. Este era buen amigo; sus composiciones más bellas están inspiradas por sentimientos dulces, delicados, dictados por la amistad, acerca de la cual profesa máximas que, en aquel tiempo de furioso y desvergonzado egoísmo, debían parecer muy hermosas:
Solo en efecto lo que a pobres dieres
libre verás de la fortuna, y solas
las que dieres tendrás siempre riquezas (18).
No diría más ni mejor el generoso Séneca.
Y aunque haya sido pobre y más dispuesto a recibir que a dar, su máxima no por eso es sospechosa, porque daba lo que no tenía. Felicitando a Q. Ovidio en su natalicio, que era en abril, y comparándolo con su natal, que era en marzo, le dice:
El uno me dio la vida,
el otro me da un amigo:
más que a mis propias calendas,
debo a las tuyas, ¡oh, Quinto! (19).
Rasgo tierno y delicado como el precedente, no hijo del ingenio, sino del sentimiento, tanto más de admirar en un poeta acostumbrado a satirizarlo todo y que no podía disponer siquiera para expresar sus dulces afectos más que de una forma que los excluye, el epigrama: dígasenos, pues, si Plinio no tenía razón al calificarle de genio espiritual, vivo y candoroso.
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Marcial contaba entre sus amigos al célebre Antonio Primo, a quien Vespasiano debió el imperio. Tenía en su casa un retrato de aquel patricio ilustre, que coronaba de rosas y violetas. Véase lo que decía de él:
¡Ah! ¿Por qué el arte no puede
exprimir con igual mano
las virtudes у los dones
del corazón y del ánimo?
¡No habría en el mundo entonces
un más hermoso retrato! (20)
El epigrama siguiente transpira una filosofía dulce, honrada y de amable moralidad. El poeta define la felicidad a Julio Marcial, uno de sus más cordiales amigos:
Las cosas que hacen feliz,
amigo Marcial, la vida
son: el caudal heredado,
no adquirido con fatiga;
tierra al cultivo no ingrata;
hogar con lumbre continua;
ningún pleito; poca corte;
la mente siempre tranquila;
decentes fuerzas; salud;
prudencia, pero sencilla;
igualdad en los amigos;
mesa, sin arte, exquisita;
noche libre de tristezas;
sin exceso en la bebida;
mujer casta, alegre, y sueño
que acorte la noche fría;
contentarse con su suerte
sin aspirar a más dicha;
finalmente, no temer
ni anhelar el postrer día (21).
Un poeta cristiano no definiría mejor el modo de pasar la vida ni envidioso ni envidiado.
Siempre los buenos caracteres aman el campo, donde explayan su ánimo, se sienten más libres y reciben fecundas inspiraciones, que transmiten con sentidos acentos. Tal amor encontramos en Marcial, ora aplauda a su amigo Domicio su proyecto de marchar al hermoso país de Vercelli, ora describa en deliciosos versos la casa de campo de Apolinar en Formia, ora se queje del pesado yugo de vivir en Roma, que le imponía su pobreza.
Para recobrar por fin su libertad y gozar a su talante de la modesta vida del campo, resolvió volver a Hispania y ver de nuevo los campos de Bílbilis, de que tanto se acordara en Roma.
Pobre había llegado, y pobre salió de Roma, después de apurar para ser rico todos los sacrificios y haber gustado todas las angustias, que no merecía un hombre que ni era perverso, ni doblado, ni intrigante. Cuando después de más de treinta años de vida dolorosa у sin descanso le acometió la nostalgía, fue preciso que Plinio el Joven le costease los gastos del viaje, manera delicada de reconocer el elogio fino y sentido que Marcial había hecho (22) de su carácter y talento.
En Bílbilis estuvo tres años sin escribir nada, echando de menos Roma, sus teatros, sus bibliotecas y costumbres que tantas agudezas le inspiraron (23); no pudiendo soportar la soledad ni perdonándose el haber ido a buscar una quimera en una reducida ciudad de provincia sin ilustración, sin literatura, y, lo que sucede comúnmente, envidiosa de un hombre que gozaba de las dos en alto grado.
En pocos días compuso su duodécimo libro para leerlo a un amigo que había venido de Roma y proporcionarse el gusto de volver a hallar el efecto de sus versos oídos áticos.
Este libro ni es alegre ni triste; descubre la falsa situación de Marcial, obligado a hacer reír a los demás, sin tener él mismo deseo alguno. En cambio se hallan en él sentimientos dulces, cierta melancolía, y un desencanto expresado con sencillez y en estilo mejor que el de sus primeros escritos. Véase lo que dice a Julio Marcial (24):
Hace ya treinta y cuatro años,
si es fiel mi memoria, Julio,
que vivimos en compaña;
treinta y cuatro años que juntos
gozamos la alternativa
de alegría y de disgustos.
Sin embargo, los alegres
fueron siempre en mayor número;
y si todos esos días,
en los que ahora me ocupo,
se notaran con guijarros
de color blanco o negruzco,
los blancos excederían
a los morenos en mucho.
Si evitar quieres desgracias
y dolores muy agudos,
no te unas estrechamente
en amistad con ninguno:
tendrás, sí, menos placeres,
mas también menos disgustos.
¡Mísero poeta! Sin duda algún falso amigo le había lacerado el corazón, y al término de la jornada se encontraba lleno de tedio y de fatiga moral.
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Marcial no tenía el alma bastante grande para prescindir del ruido de Roma; acostumbrado a observar las extravagancias y vicios de los demás, y a no ocupar su espíritu más que en asuntos extraños a él, luego que se halló solo, encontró el vacío. Vivía medio en Bílbilis medio en Roma, pero su parte mejor estaba en Roma: si tomaba la pluma, esbozaba algunos pálidos retratos de los vicios que había visto, y él mismo juzgaba su retiro a Bílbilis como un capricho sin consuelo у sin excusa.
Se ignora de qué murió Marcial, ni si logró vivir los setenta y cinco años que pedía a Júpiter; pero es de creer que, como satírico que vivía a expensas de los demás y no de sus propios recursos, lejos de la escena, de sus actores y de sus extravagancias y vicios, murió lleno de enojo y de fastidio.
La colección de sus epigramas consta de XIV libros, además del libro de los Espectáculos, a él atribuido, o al menos reunido por él con otros 13 epigramas más, no indignos de Marcial: en todo, 1582 epigramas.
En su estilo revela más juicio que imaginación, más buen gusto que pretensiones ambiciosas, siendo sus composiciones en su mayoría tímidas y muy limadas: recordaba sin duda los preceptos de Horacio, y escribía, según el método de la Epístola a los Pisones, para algún delicado Mecio. De aquí proceden multitud de epigramas de intachable factura, de estilo breve, claro, sencillo, expresivo, de virgiliana elegancia, aunque, como poeta de la decadencia, ligeramente afeados por algún provincialismo, mostrando que comprendía a los grandes maestros, que los amaba y admiraba, y a quienes no sin gloria hubiera podido imitar en la epopeya y en la oda elevada, si su genio eminentemente epigramático no le hubiese inclinado a la sátira menuda y a las sales y agudezas en que no ha sido superado.
Tales dotes le han reconocido casi todos los sabios de todos los países (25). El Sipontino (26), humanista de exquisito gusto y selecta erudición, explicó los epigramas de Marcial, que comentó después, con lo cual formó su célebre cornucopia, y le prefirió a Catulo y a cuantos antes y después escribieron epigramas, por su facundia, agudeza, abundancia, suavidad y gracejo (27). Escalígero dice que tiene muchos epigramas divinos (28), y Angelo Policiano, aunque veronés, desdeñó a su paisano Catulo por Marcial, a quien ilustró con doctos comentarios impresos en 1474, y no solo le prefirió a todos los epigramatistas latinos, sino también a los griegos, pues, tratando de las reglas del epigrama, en la vida del mismo poeta, dice que fueron tan observadas por Marcial que hasta superó a los griegos (29).
No debe, pues, extrañarnos que, desde los primeros días de la imprenta, se hayan multiplicado las ediciones de los epigramas de Marcial, habiéndose hecho 19 en el siglo XV, 27 en el XVI, y otras muchísimas más en los siglos siguientes, y que sería largo numerar (30), y que mereciesen ser traducidos en verso a la lengua griega por José Escalígero (31), y hasta ser místicamente parodiados con más celo que buen gusto (32).
Nuestros poetas de los siglos XVI y XVII, tan empapados en los clásicos griegos y latinos, no podían dejar de gustar a Marcial, inspirándose, al escribir sus jácaras, seguidillas y romances burlescos, en las agudezas y gracejo del poeta bilbilitano. Garcilaso, el divino Herrera, Jáuregui, Argensola (B. L.) han traducido algunos epigramas (33), y Quevedo, el Marcial de los tiempos modernos, pero más casto, además de imitarle, no se desdeñó de traducirle (34).
También, según dice D. José Castro en su Biblioteca Española, tomo II, pág. 128, D. Pedro de Abaunza, abogado en Sevilla, tenía una traducción en verso castellano de toda la obra de Marcial, o a lo menos del libro de los Espectáculos, con un nuevo comentario a favor de D. Lorenzo Ramírez de Prado, contra las objeciones de Musambercio, y de ella da noticia D. Nicolás Antonio en la página 68 del tomo I de su Biblioteca Vetus, columna 1.ª; pero sin duda esta traducción ha perecido inédita como la que dice haber hecho, con el título de Marcial redivivo, D. Jusepe Antonio González de Salas (35).
Quienes han traducido mayor número de epigramas de Marcial han sido D. Manuel de Salinas y Lizana, canónigo de Huesca, y D. Juan de Iriarte. Los de Salinas (al parecer no todos) se leen en la obra La agudeza y arte de ingenio de Lorenzo Gracián, impresa en Barcelona por Joseph Giralt, en 4.°, en 1734, y los de Iriarte se han publicado desde la pág. 251 a la 310 del tomo I de sus Obras sueltas, impresas en Madrid en dos tomos en 4.° en 1774, en la imprenta de D. Francisco Manuel de Mena.
También con otras traducciones de autores latinos ha traducido con demasiada libertad todo el libro de los Espectáculos, y muchos epigramas de los seis primeros libros, el P. Joseph Morell, y se hallan insertos en su obra rotulada Poesías selectas de varios autores latinos, en 8.°, Tarragona, 1684.
Todos estos autores y un anónimo, cuyo incógnito no hemos podido descubrir, nos han valido para completar la traducción de todos los epigramas de Marcial, que presentamos al público, en la seguridad de que atenderá más a nuestro buen deseo que a nuestro acierto, percatando que las flores marchitas jamás pueden emular ni tener el perfume de las brillantes de vergel ameno.
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Notas del prólogo
(1) Algunos comentaristas y biógrafos de Marcial, apoyándose en un pasaje de Lampridio, añaden a los nombres de Marcial el de Coquo, creyendo unos que debía este último nombre a sus versos acerca de los platos usados por los romanos; otros, porque hubiera sido cocinero antes que poeta; algunos, porque lo heredara, ya de su familia, ya de su padre, a título de alcuño, porque este hubiera tenido la profesión de cocinero. Pero los más juiciosos críticos dudan de la integridad del pasaje de Lampridio, y creen que se debe leer quoque, en vez de Coqui, conjetura autorizada por el contexto.
(2) Era Bílbilis una colonia fundada por Augusto, de donde le procede el nombre de Augusta que le da Marcial, libro X, 103, y que se lee en una moneda de bronce con la efigie de Tiberio. Acerca de Bílbilis, véase lo que dice Jerónimo Zurita en el cap. XI del libro I de los Anales de Aragón: «Calatayud se fundó sobre las riberas del río Xalon en un lugar muy alto y fuerte de la otra parte del río, que en aquel lugar se junta con el río Xiloca, cerca de las ruinas de la antigua Bílbilis, que hoy se descubre una legua más abajo, en la misma ribera del río, sobre un monte muy agrio que está encima de Huermeda, y aquel monte, corrompido el nombre antiguo, se llama Bambola, y por la mayor parte le ciñe el río, el cual, aunque en el tiempo que florecía el imperio romano fue muy famoso por ser en su ribera la mayor oficina de las armas, que se sabe había en España […] solamente le conocen por útil, porque su naturaleza es tal que las vegas y campos que de él se riegan, por estériles que sean, con sus aguas son grasísimos y muy fertilísimos […]». Lo mismo repite D. Antonio Agustín en el Diálogo tercero de las medallas, pág. 93 de la edición de Tarragona de 1587.
Quien desee tener una idea exacta de la situación y topografía de las cercanías de la antigua Bílbilis, lea la obra titulada Descripción de la Augusta Bílbilis y la vida de su hijo el poeta Marco Valerio Marcial, por D. Felipe Eyaralar.— Calatayud, 1845, en 4.°, imprenta de D. Celestino Coma.
(3) Así lo asegura el P. Mariana al fin del cap. IV del libro IV de su Historia de España.
(4) Lib. IX, ep. 74.
(5) Lib. I, ep. 46.
(6) Lib. IX, ep. 23.
(7) Lib. IX, ep. 92.
(8) Lib. VIII, ep. 24.
(9) Lib. IX, ep. 98.
(10) Etudes de moeurs et de critique sur les poetes latins de la decadence, 5.ª edición, tomo I.
(11) Lib. XI, ep. 3.
(12) Lib. IX, ep. 1.
(13) Lib. XII, ep. 3.
(14) Lib. III, ep. 95.
(15) Quintiliano, Juvenal, Valerio Flaco, Plinio el Joven, Silio Itálico y otros.
(16) Podría decir nuestro desdichado vate con el Quevedo del drama de Eulogio Florentino Sanz:
Risas hay de Lucifer,
risas preñadas de horror,
que en nuestro mezquino ser,
como su llanto el placer,
tiene su risa el dolor.
(17) El 5.º del lib. I.
(18) Lib. V, ep. 42.
(19) Lib. IX, ep. 53.
(20) Lib. X, ep. 32.
(21) Lib. X, ep. 47.
(22) Lib. X, 19.
(23) Prefacio del lib. XII.
(24) Lib. XII, ep. 34.
(25) Adrien Baillet en el tomo IV de la obra Jugements des savans sur les principaux ouvrages des auteurs, página 189 y siguientes, habla de Marcial y expresa el juicio que de él formaron y de sus epigramas Plinio el Joven, José Escalígero, Juan Joviano Pontano , Lilio Gregorio Giraldo, Adriano Turnebo, Chauteresne, Rafael Volaterrano y Adrianio Junio. Unos celebran a Marcial por la sutileza de su ingenio, jocosidad, pureza de estilo y demás cualidades que hacen apreciable a un poeta, en tanto grado que el P. Felipe Brieno, en el cap. IV del lib. 11 de su obra De poetis, le llama poeta muy ingenioso que ha dado la idea y modelo del verdadero modo de hacer epigramas con la mayor perfección; y Erasmo, en los Diálogos Ciceronianos, pág. 147 de la edición de Holanda, dice que se acerca bastante a la facilidad de Ovidio y que aun puede tener alguna parte en la gloria de Cicerón, de quien parece quiso tomar algún aire; otros le han vituperado por algunos epigramas obscenos. Andrés Navagero, poeta veneciano, quemaba, según dicen, todos los años, en obsequio de Catulo, todos los ejemplares de Marcial que había a mano; pero este célebre sacrificio es pura fábula, según el abate D. Tomás Serrano, o, si no, peor para Navagero. De Marcial han tratado con singular erudición D. Nicolás Antonio, en el cap. XIII del lib. I de su Bibliotheca Vetus; el abate D. Tomás Serrano, en la defensa que hizo de este poeta, y el abate D. Xavier de Lampillas, en su Ensayo histórico-apologético de la literatura española, tomo I, vindicándole de las envidiosas acusaciones de Tiraboschi y Betinelli. Puede verse en él un parangón literario entre Catulo y Marcial, en que no sale bien librado el poeta veronés.
(26) Nicolás Perotto, arzobispo de Manfredonia y de Siponto, maestro de humanidades en Roma, uno de los mayores eruditos del siglo XVI.
(27) Excessit, dice de Marcial, facundia, acumine, copia, suavitate, salibus, omnes qui ante et post eum carmina scripserunt. Citado por el abate Lampillas.
(28) Multa esse Martialis epigrammata divina, según el citado Lampillas.
(29) Haec ita a Martiale servata sunt ut et graecos superaverit. También del mismo Lampillas. Las reglas o condiciones del epigrama han sido sintetizadas por D. Juan de Iriarte en esta hermosa y bien labrada cuarteta:
A la abeja semejante,
para que cause placer,
el epigrama ha de ser
pequeño, dulce y punzante.
(30) […]
(31) Se insertó esta traducción en la edición hecha en 1607 en París, en 4.°, por Juan Janono, en la imprenta de Roberto Esteban: la acompañan los más selectos epigramas latinos de Marcial.
(32) En el libro raro titulado Joannis Burmeisteri, P. L. Martialis renati parodiae sacrae, Goslar, 1612, en 12.°. Lo más chocante es que los epigramas de Marcial, que este poeta religioso ha parodiado de cabo a rabo, se hallan con todas sus letras frente a sus parodias, y que sustituye muchas veces el desdichado cunnus, que tanto abunda, por Christus: sálvele al buen religioso la pía intención.
(33) Los insertamos en nuestra colección, ya en el texto, ya en nota, para que pueda comparar el lector el modo de traducir y factura de estos poetas clásicos.
(34) Mucho sentimos no poder insertar los epigramas traducidos por Quevedo; pero no hemos podido vencer el nimio celo de eminente literato que inéditos los guarda con ojos de Argos. ¿Por qué tal daño a nuestra literatura?
(35) En el prólogo a las Ilustraciones y discursos, adornos artísticos y literarios con que fueron publicadas las poesías de D. Francisco de Quevedo y Villegas en las ediciones de El Parnaso español, hechas en 1648 y 1670. Véase Biblioteca de autores españoles, de Rivadeneyra, tomo sexagesimonono.
Fuente
Los escaneados de la edición de 1890 están disponibles en Google Books:
Tal y como recoge la propia edición, se trata de traducciones de diferentes personas, compiladas por Víctor Suárez Capalleja (1845-1904), que también ha traducido poemas y añadido el prólogo y las notas. Los demás autores recogidos son (además de otros desconocidos):
- Bartolomé Leonardo de Argensola (1562-1631)
- Juan de Jáuregui y Aguilar (1583-1641)
- Manuel de Salinas y Lizana (1616 – 1688)
- José Morell (¿siglo XVII?)
- Juan de Iriarte y Cisneros (1702-1771)
Como es propio de la época de la edición, los poemas soeces se dejaron sin traducir y se ofrecían directamente en latín. En esos casos, señalados como tales, los he traducido yo, Francisco Javier Álvarez Comesaña.