A continuación tienes uno de los personajes de los Hombres ilustres de Nepote, texto transcrito, modernizado, etc., por Francisco Javier Álvarez Comesaña para AcademiaLatin.com a partir de diversas fuentes.
El siguiente vídeo incluye una grabación de todas las Vidas (voz artificial); puedes usarlo a modo de audiolibro si te apetece. Inmediatamente después, un poco más abajo, tienes todo el texto.
Tito Pomponio Ático, caballero romano y muy amigo de Cicerón, se retiró a Atenas, en donde aprendió con tanta perfección la lengua griega que la hablaba con la misma elegancia que la latina, por cuya razón le llamaban Ático. Compuso varias obras griegas y latinas. Se dejó morir de hambre voluntariamente en el año 721 de la fundación de Roma, 29 a. C.
Capítulo I
El padre de Tito Pomponio Ático se esmeró en la educación de su hijo, y, como este tenía suma facilidad en aprender, sobresalía entre sus condiscípulos, los cuales se estimulaban con su ejemplo, al paso que le estimaban por su excelente trato.
Tito Pomponio Ático, descendiente de una de las casas primitivas de Roma, fue caballero romano, cualidad que habían tenido siempre sus antepasados. Tuvo un padre cuidadoso, indulgente con su hijo para aquel tiempo, y muy dado a las letras; este, a medida de su afición a la literatura, se esmeró en dar a Pomponio toda aquella instrucción que se debe a los primeros años.
Tenía el niño suma facilidad en aprender acompañada de extraordinaria dulzura en las palabras y pronunciación, y así no solo comprendía con brevedad lo que le enseñaban, sino que también lo pronunciaba excelentemente. Con esto ya en la niñez tenía mucha reputación entre sus iguales, y lucía más que quisieran los condiscípulos pundonorosos. Y así, con su aplicación, excitaba a todos a estudiar. Fueron sus condiscípulos, entre otros, Lucio Torcuato, el hijo de Gayo Mario, y Cicerón, cuyos corazones ganó de manera con su trato, que ninguno fue más querido de ellos.
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Capítulo II
Muerto su padre, y no estando seguro en Roma por los disturbios civiles, se fue a Atenas, adonde trasladó una buena parte de sus riquezas. Con ellas socorrió a los atenienses en sus necesidades, guardando una conducta no menos prudente que generosa, de modo que se granjeó el afecto de todos.
Murió su padre ya viejo, y el mismo Ático, siendo aún muy joven, corrió riesgo cuando mataron a Publio Sulpicio, tribuno de la plebe. Ocasionó su peligro el parentesco con él por el casamiento de su prima Anicia con Marco Servio, hermano del muerto, por lo cual Pomponio, después de la muerte de Sulpicio, viendo a Roma revuelta con la sedición de Cinna, y que no podía vivir con la decencia correspondiente a su estado sin ofender a uno de los dos partidos de Sila y Cinna en que estaba dividida la ciudad, creyó que era aquella la ocasión propia para dedicarse a sus estudios y se fue a Atenas sin dejar por eso de ayudar con sus riquezas al joven Mario, declarado por enemigo de la patria, dándole dineros con que socorrerse en su fuga. Y para que aquella mudanza no acarrease algún perjuicio a su hacienda, trasladó a Atenas gran parte de sus bienes.
Procedió aquí Ático de manera que se mereció un muy particular cariño a todos los atenienses, porque, sobre la gracia y agrado singular que ya en la niñez tenía, remedió muchas veces con su hacienda las necesidades de la república, pues, viéndose los atenienses precisados a contraer nuevas deudas para satisfacer las antiguas, y no hallando quien les hiciese un partido equitativo, Ático se puso siempre de por medio, dándoles el dinero sin interés, aunque los obligaba a pagar al tiempo aplazado. Y uno y otro les tenía mucha cuenta, porque con precisarlos a la paga no dejaba eternizar sus deudas, y estas no se acrecentaban porque no llevaba intereses. A este beneficio añadió otro, que fue dar graciosamente a cada ciudadano un medimno de trigo, que hace siete celemines.
Capítulo III
Los atenienses le honraron de mil maneras, y aun quisieron darle los derechos de ciudadano; mas él los rehusó por no perder los de su patria, y nunca consintió que se le levantase estatua alguna. Se las erigieron después de haberse ausentado, en reconocimiento de sus servicios.
Era su porte de una manera que, sabiendo ser pequeño con los pequeños, parecía grande con los grandes. Por esto los atenienses le dieron todos los honores que pudieron y pretendieron hacerle su ciudadano; mas él no quiso admitir este favor porque algunos son de opinión de que se pierde el derecho de serlo de Roma si se admite el de otra ciudad.
El tiempo que estuvo allí no quiso consentir que le erigiesen estatua, mas después que se ausentó, como ya no lo podía evitar, le levantaron algunas en los lugares más sagrados de Pnice y Pecile, porque Ático, mientras estuvo allí, era el que resolvía y gobernaba todos los asuntos de la república.
Fue, pues, don de la fortuna haber nacido en una ciudad que mandaba el orbe y tener por patria a la señora universal del mundo, y fue también una gran prueba de la prudencia de Ático haberse hecho amar más que ninguno en una ciudad como Atenas, superior a todas las otras por su antigüedad, cortesanía y sabiduría.
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Capítulo IV
Cuando pasó Sila por Atenas, quedó tan prendado de Ático que nunca le apartaba de su lado, y aun le instó para que se fuese con él. Todo el tiempo que Ático estuvo en aquella ciudad se dedicó a las letras, sin olvidar sus intereses ni los de sus amigos de Roma; y cuando salió de allí, lloraron todos su partida.
Habiendo llegado Sila a Atenas al volver de Asia, tuvo consigo a Pomponio todo el tiempo que se detuvo en ella, prendado de la cortesanía y erudición de este joven, porque hablaba el griego como si hubiera nacido en Atenas. Pronunciaba con tanta suavidad el latín que manifestaba bien que aquella gracia era natural en él, y no tenía nada de afectación. Recitaba tan bien las piezas poéticas tanto griegas como latinas que no había más que pedir.
Por estas razones Sila no le dejaba apartar un punto de su lado, y aún le quiso traer consigo; mas Pomponio le respondió en una ocasión en que se lo procuraba persuadir: «Te ruego que no quieras llevarme contra aquellos en cuyo favor no quisiste tomar las armas contra ti, dejando por este motivo Italia».
Sila, entonces, alabó tan honrado proceder y, cuando marchó, mandó llevarle todos los regalos que le habían hecho en Atenas.
En los muchos años que Ático vivió en esta ciudad, empleó en el cuidado de su hacienda el tiempo que debe un diligente padre de familia, y el resto dedicó a las letras o al servicio de la república ateniense, sin dejar por eso de hacer por sus amigos de Roma todos aquellos buenos oficios que debe un ciudadano.
Y así vino varias veces a sus elecciones, y nunca les hizo falta cuando se trataba algún negocio de importancia, como se vio en Cicerón, que en todos sus peligros experimentó en Ático un fiel amigo; y cuando salió desterrado, recibió de él el socorro de doscientos cincuenta mil sestercios.
Sosegadas las turbulencias de Roma, Ático se volvió a vivir a ella en el consulado, si no me engaño, de Lucio Cota y Lucio Torcuato. Toda la ciudad de Atenas celebró el día de su partida con lágrimas, que declaraban su sentimiento, por la falta que había de hacerles.
Capítulo V
Por su carácter dulce nunca se incomodó con un tío suyo, a quien nadie podía aguantar, y tuvo de él una considerable herencia. Era íntimo amigo de Cicerón y de Hortensio, y fue el conciliador de estos dos grandes hombres, para que no se desaviniesen, a pesar de sostener tan a menudo intereses opuestos.
Tenía Ático un tío por parte de madre llamado Quinto Cecilio, caballero romano, rico, amigo de Lucio Luculo, el cual era de muy áspera condición. Pomponio le supo sobrellevar de manera que se mantuvo en su cariño sin darle el menor enfado hasta el fin de su vejez, siendo así que no había quien le pudiese aguantar.
Y no quedó sin premio su piedad, porque Cecilio, a la hora de la muerte, le adoptó por hijo y le nombró heredero de las tres partes de su hacienda, que casi subieron a diez millones de sestercios. Una hermana de Ático estaba casada con Quinto Tulio Cicerón y había negociado este casamiento Marco Tulio, con quien Pomponio tenía estrecha amistad desde la escuela, y aún más familiar trato que con su cuñado Quinto, para que se vea que para la amistad más hace la semejanza de costumbres que el parentesco.
Era también Pomponio muy amigo de Quinto Hortensio, que era a la sazón el príncipe de la elocuencia, sin que se pudiese distinguir quién le amaba más entre este y Cicerón. Y él hacía que en medio de su gran competencia no se desacreditasen el uno al otro, siendo como el vínculo que tenía unidos a tan grandes hombres.
Capítulo VI
Nunca quiso tomar parte en las desavenencias intestinas ni pretender empleo alguno. Admitió los que le dieron varios cónsules y pretores, pero no fue con ellos a los gobiernos de las provincias. De este modo logró estar bienquisto con todos, pues atribuían cuanto practicaba al deseo de cumplir con su deber, y no a temor ni a miras de ambición.
En las alteraciones de la república se portó con tan sabia conducta que siempre siguió el mejor partido, y así se creía. Bien que no se entregaba a las olas de las discordias civiles, conociendo que no eran más dueños de sí los que una vez se habían metido en ellas que los que se ven agitados de las del mar.
Teniendo abierta la puerta para los empleos honoríficos, por estar como estaba bien visto y ser hombre de mérito, con todo eso no quiso pretenderlos, porque ni podían pretenderse como antiguamente ni conseguirse sin quebrantar las leyes, en un tiempo en que la ambición andaba tan pródiga; ni últimamente desempeñarse sin riesgo, como pedía el bien de la república en una corrupción tan general de las costumbres.
Jamás llegó a las almonedas públicas. Nunca se metió en los arrendamientos de la república, ni como arrendador ni como fiador. Jamás acusó a alguno, ni por sí mismo, ni suscribiendo a la acusación de otro. Nunca compareció en el tribunal por negocio suyo ni le hicieron comparecer. Aceptó los empleos que muchos cónsules y pretores le confirieron, mas con ninguno de ellos quiso ir al gobierno, contentándose solo con el honor, sin hacer caso del adelantamiento de sus intereses.
Y así, aunque podía ir a África con Quinto Cicerón en calidad de su lugarteniente, no quiso, pareciéndole que no le estaría bien ser subalterno de un pretor, habiendo renunciado antes a la pretura, por lo cual no solo atendía a su dignidad, sino también a su quietud y sosiego, pues de esta manera evitaba hasta las sospechas de culpa, y por este motivo el honor que daba a sus amigos y su atención con ellos eran más agradables a todos, por ver que no nacían de temor o esperanza, sino de un puro afecto.
Capítulo VII
En la guerra civil de César pudo quedarse en Roma por su edad, y nadie extrañó que no fuese en busca de Pompeyo, no habiendo recibido beneficio alguno de su mano. Esta neutralidad de Ático fue muy del agrado de César, como lo acreditaron las consideraciones que tuvo con él y con sus parientes.
Sucedió la guerra civil de César teniendo Ático casi sesenta años. Se estuvo quieto sin salir de Roma, valiéndose de la exención que le daba su edad. Dio de su hacienda lo necesario a sus amigos, que iban en busca de Pompeyo, sin que Ático le ofendiese en no seguirle, aunque era su amigo, porque no había recibido de él ningún beneficio, cuando los demás habían logrado con su favor los empleos o riquezas que tenían, los cuales, sin embargo, parte siguieron sus banderas bien contra su voluntad, y parte se quedaron en Roma con grandísima indignación suya.
Mas la neutralidad de Pomponio fue tan del agrado de César que, cuando después ya victorioso, escribió a los particulares mandándoles que aprontasen dinero, no solo no le molestó, sino que antes bien dio libertad por su respeto al hijo de su hermana y Quinto Cicerón, que habían seguido a Pompeyo. Así Ático con su antiguo modo de vivir evitó estos nuevos riesgos.
Capítulo VIII
Después del asesinato de César, quedaron mandando en Roma Casio y Marco Bruto, al que trataba Ático con la mayor intimidad; pero ni esta ni la consideración del poder de aquel le movieron a contribuir al fondo que se proyectaba juntar en favor de los matadores de César; y por el contrario, cuando Bruto tuvo que emigrar por más adelante, le asistió con cuantiosos socorros, sin temer ni adular a Antonio, que se hallaba entonces en auge.
Se siguió el tiempo en que, después de asesinado César, parecía que la república estaba en poder de Bruto y Casio, y que toda la ciudad se había arrimado a ellos. Ático era tan íntimo amigo de Marco Bruto que este joven con ninguno de sus iguales trataba con más familiaridad que con el viejo Pomponio, a quien tenía no solo por su principal consejero, sino también por comensal.
Proyectaron algunos que los caballeros romanos estableciesen un fondo privado para gratificar a los matadores de César. Les pareció que no habría dificultad en la ejecución del proyecto, con tal que los principales de esta clase contribuyesen con dinero a este fin.
Y así Gayo Flavio, amigo de Bruto, habló a Pomponio para que quisiese ser el primero en la contribución. Pero Ático, que pensaba que a los amigos se debía servir sin espíritu de partido, y siempre había echado el cuerpo fuera de semejantes determinaciones, dio por respuesta que Bruto sí quería aprovecharse de todos sus haberes en cuanto diesen de sí, mas que él no hablaría a nadie sobre aquello ni se uniría con nadie para ello. De esta manera, con la oposición de uno solo, se deshizo un proyecto que tantos aprueban.
Poco después comenzó a prevalecer Marco Antonio, de forma que Bruto y Casio, habiendo perdido del todo la esperanza de los gobiernos que los cónsules les habían señalado por la muerte de César, se fueron voluntariamente a un destierro. En esta ocasión, Ático, que no había querido contribuir con dinero, juntó con los demás a Bruto, cuando estaba pujante; le dio, estando caído y huyendo de Italia, cien mil sestercios; y estando ausente en el Epiro, le mandó dar trescientos mil, y no por ver a Antonio poderoso le aduló más, ni desamparó a los otros por mirarlos derrivados.
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Capítulo IX
Declarado Antonio enemigo de la patria, y cuando nadie pensaba que pudiese jamás volver a ella, Ático, que tenía por otra parte una estrecha amistad con Cicerón y con Bruto, no solo se abstuvo de hacerle mal alguno, sino que favoreció a sus partidarios y a su esposa, dispensando a esta muy señalados servicios.
Se siguió la guerra de Módena. Aquí me quedaría corto si me contentara con solo llamar cuerdo a Ático, habiendo sido más bien profeta, si se debe llamar profecía aquella constante y natural bondad que no sube ni baja con ningún acontecimiento.
Antonio había sido declarado enemigo de la patria y precisado a abandonar Italia: no había esperanza alguna de que volviera. No solo sus enemigos, que eran entonces muchísimos y muy poderosos, sino que aun sus mismos amigos abrazaban el partido contrario y se prometían ventajas de hacerle daño, perseguían a sus amigos, querían despojar a su mujer Fulvia de cuanto tenía y aún trataban de matar a sus hijos.
En esta coyuntura, Ático, aunque trataba con la mayor intimidad a Cicerón y era muy amigo de Bruto, sin embargo no solo nunca quiso venir por respeto suyo en hacer algún mal a Antonio, sino que antes bien protegió en cuanto pudo a sus amigos, que salían fugitivos de Roma, y los socorrió con todo lo necesario.
Y por Publio Volumnio hizo tanto que no pudiera haber hecho más por él su padre. Ayudó a Fulvia con tantas veras, viéndola ahogada en pleitos, acongojada y afligida con los grandes miedos que le ponían, que nunca compareció en juicio sin Ático, el cual fue su fiador depositando dinero, en cuanto se la ofreció. Y además de esto, no pudiendo Fulvia hallar quien le prestase el dinero para vagar una heredad que en tiempo de su prosperidad había comprado con plazo fijo, Ático se puso de por medio y se lo fio sin interés ni concierto alguno, reputando por la mayor ganancia el que se conociese que era hombre agradecido, que no echaba en olvido los beneficios, y que todo el mundo viese que él era amigo de los hombres, no de su fortuna; y cuando hacía esto, ninguno podía pensar que lo hacía por acomodarse al tiempo, porque ¿quién había de pensar que Antonio se había de apoderar del mando?
Pero algunos de los principales no dejaban de censurar esta conducta, porque manifestaba poco aborrecimiento a los malos ciudadanos; mas él, que se gobernaba por su juicio, no miraba tanto el qué dirán cuanto a cumplir con lo que era razón.
Capítulo X
Cambiadas las cosas, se escondió Ático teniendo en su compañía a Quinto Gelio, por temor de las proscripciones que caían sobre los amigos de Cicerón. En tal estado recibió una carta de Marco Antonio, en la que le anunciaba que él y Gelio estaban exceptuados de la persecución general.
Se trocó de repente el estado de las cosas. Todos pensaban que Ático, habiendo vuelto Marco Antonio a Italia, corrían gran riesgo por su íntima amistad con Cicerón y Bruto. Y así, a la llegada de los triunviros, no se dejó ver en público, temiendo la proscripción, y se estuvo escondido en casa de Publio Volumnio, a quien, como se dijo poco antes, había protegido.
Eran tantas las mudanzas de la fortuna en aquellos tiempos que ahora estos, ahora aquellos, se miraba o en la cumbre de la dicha o en el abismo de la desgracia. Tenía Ático consigo a Quinto Gelio, de su misma edad y costumbres. He aquí otra prueba de su bondad, que fue haber vivido con tanta unión con este amigo, con quien había tomado conocimiento en la escuela, que siempre fue en aumento su amistad hasta el fin de su vida.
Aunque el odio de Marco Antonio contra Cicerón era tan furioso que no solo le aborreció a él, sino también a todos sus amigos, y los quería proscribir a todos, con todo, a instancias de muchos tuvo presentes los buenos oficios que Ático le había hecho, y, habiendo preguntado dónde estaba, le escribió de puño propio que no temiese y fuese a su presencia, porque le había exceptuado, y juntamente a Quinto Gelio del número de los proscritos.
Y para que no cayese en algún riesgo, pasando esto de noche, le envió tropa para su seguridad. De esta manera Ático, en medio del mayor temor, salió a salvo, sacando consigo al mismo tiempo a su amigo, a quien amó tanto que a nadie pidió favor para sí solo, sino juntamente para ambos, manifestando que quería correr la misma fortuna que él.
Si consigue, pues, singular alabanza el piloto que salva su nave en un mar sembrado de escollos y alterado, ¿por qué no tendremos por muy sabia y acertada la conducta del que después de tantas y tan recias tempestades civiles llegó a salvo?
Capítulo XI
No bien se vio libre de este apuro, continuó amparando y favoreciendo a todos los proscritos, porque su atención se dirigía especialmente a las personas desgraciadas, sin acordarse de los beneficios que les dispensaba. Nunca olvidaba, por el contrario, los recibidos, ni se vengaba de nadie, aunque le injuriase; y así era imposible que tuviese enemigos.
Luego que Ático salió de este ahogo, puso todo su cuidado en amparar con todas sus fuerzas a los más que pudiese. Buscando el vulgo a los proscritos por los premios que habían ofrecido por sus cabezas los triunviros, ninguno fue a Epiro que echase menos cosa alguna, y todos tenían libertad para estarse allí el tiempo que quisiesen.
Y aún después de la batalla de Filipos y de la muerte de Bruto y Casio, Ático tomó a su cargo el amparo de Lucio Julio Macila, que había sido pretor de su hijo, de Aulo Torcuato y de todos los otros que habían corrido la misma borrasca, y les envió desde el Epiro todo lo necesario a Samotracia.
Sería obra muy larga referirlo todo, y por otra parte no es necesario. Una cosa sola quiero que se entienda: que su liberalidad no se acomodaba al tiempo ni era efecto de alguna mira interesada, como se ve por los mismos beneficios, y por el tiempo en que los hacía, no vendiendo sus favores a los que estaban en auge, sino socorriendo a los que se miraban abatidos. Y así respetó y atendió tanto a la madre de Bruto después de su muerte, como cuando su hijo estaba en su mayor gloria.
Ejercitaba así la liberalidad: no tuvo ningún enemigo, porque a nadie agraviaba, y, si recibía alguna injuria, quería más olvidarla que vengarse. Al contrario, jamás se olvidaba de los beneficios que le habían hecho, aunque de los que él hacía solo se acordaba mientras duraba el agradecimiento en el que los había recibido, y así hizo que se verificase aquel refrán: «Que las costumbres fabrican a cada uno su fortuna», aunque él no fabricó la suya sin que primero se formase a sí mismo, procurando que su conducta fuese irreprensible.
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Capítulo XII
Vipsanio Agripa, prendado de las virtudes de Ático, prefiere casarse con su hija, pudiendo hacer una boda más ventajosa. El que la ajustó fue Marco Antonio, de cuya circunstancia solo se aprovechó Ático en favor de sus amigos presentes y ausentes, y con particularidad en favor de Lucio Saufeyo.
Esto, pues, hizo a Marco Vipsanio Agripa, íntimo amigo del joven Octaviano, desear emparentar con Ático y querer más casar con la hija de un caballero romano que con ninguna otra de superior clase: siendo así que tanto por su aceptación como por la privanza con César tenía en su mano el casamiento con cualquiera de las de más calidad.
El que ajustó estas bodas (porque no se debe ocultar) fue Marco Antonio, uno de los triunviros, de cuyo favor no se valió para aumentar su hacienda, como podía, sino solamente para sacar a sus amigos de los peligros y calamidades, lo que fue muy glorioso en el mayor calor de la proscripción.
Porque, habiendo los triunviros vendido, según la costumbre que entonces reinaba, las ricas posesiones que tenía en Italia el caballero romano Lucio Saufeyo, de la misma edad de Ático, que había habitado con él muchos años, aficionado al estudio de la filosofía, Ático logró con su actividad y diligencia que Lucio Saufeyo recibiese en un mismo correo la noticia de la pérdida y recobro de sus bienes. También sacó a salvo a Lucio Julio Calididio, el mejor poeta de nuestros tiempos después de la muerte de Lucrecio y Catulo (bien me parece que lo puedo asegurar así), recomendable además de esto por su rara bondad y excepción, a quien en ausencia puso en el número de los proscritos por sus grandes posesiones en África después de la proscripción de los caballeros Publio Volumnio, general de las máquinas de guerra de Antonio. Y no era fácil determinar si estas acciones en Ático le eran en aquella ocasión de más gloria que penalidad, porque se vio que no atendía menos a los amigos ausentes que a los presentes.
Capítulo XIII
Ático no fue menos recomendable como padre de familia que como ciudadano. Nada faltaba en su casa de lo necesario y agradable, sin que se notasen las superfluidades del lujo: sus criados jóvenes eran todos instruidos e hijos de antiguos sirvientes suyos. A pesar de la esplendidez de su mesa y de los muchos convidados que siempre tenía, gastaba muy poco a proporción, por el cuidado y economía con que atendía a todo.
Y si estuvo reputado por buen ciudadano, no se le tuvo por menos buen padre de familia, porque, aunque era hombre adinerado, ninguno hubo más parco en comprar ni en edificar; y no por eso dejó de habitar en una de las mejores casas y de tener para el servicio de ella lo más exquisito, porque tuvo en el collado Quirinal la Tanfilana, que heredó de su tío, la que hacían de recreo las arboledas, no la fábrica, que era a la antigua con más gusto que coste. Y no innovó nada en esta casa, sino que fue reparar lo que por viejo pedía pronto remedio.
La familia de que se servía, si se ha de juzgar por la utilidad, era la mejor; mas, si por el exterior, apenas podía pasar por mediana, porque se componía de niños muy instruidos, de excelentes lectores y de muchísimos amanuenses, de manera que ni aún entre los criados de escalera abajo se hallaría alguno que no supiese leer y escribir bien.
Asimismo todos los demás sirvientes que se necesitan para el servicio de una casa eran muy buenos. Y con todo eso no tenía ninguno que no hubiese nacido y educádose en casa, lo cual muestra que Ático era no solo moderado, sino también cuidadoso y diligente, porque verdaderamente es prueba de moderación no desear con ansia lo que los más apetecen tanto, y es igualmente prueba de gran industria el proveerse de lo necesario más a costa del cuidado que del dinero.
Era amigo del aseo, pero sin magnificencia; espléndido, mas sin prodigalidad. Procuraba con todo cuidado una limpieza que en nada se rozase con el lujo. Sus muebles, no muchos y decentes, de modo que no se podían notar por ninguno de los dos extremos o de superfluos o de despreciables.
Y no omitiré aquí una cosa que a muchos parecerá bagatela, y es que, siendo uno de los caballeros romanos de más esplendor, y convidando a su mesa liberalmente a sujetos de todas clases, me consta que comúnmente no acostumbraba a gastar más que tres mil monedas de cobre cada mes, según el libro del gasto diario. Y esto no lo digo por solo haberlo oído, sino que yo mismo lo he visto, porque por nuestro trato familiar veía muchas veces lo que pasaba dentro de casa.
Capítulo XIV
No se oía más música en su mesa que la lectura de buenos libros, y así no convidaba sino a las personas que eran de su humor; ni se trató con mezquindad cuando sus rentas no eran de mucha consideración, ni por haberse estas acrecentado en gran manera aumentó sus gastos.
Ninguno en sus convites oía otra música que la de un lector, que a mi parecer es la más agradable, y no se comió ni una vez sola en su casa sin lección, para que los convidados diesen también el pasto a su alma, al mismo tiempo que le daban al cuerpo. Y para eso no convidaba sino a aquellos cuyas costumbres eran parecidas a las suyas.
Habiéndose acrecentado considerablemente sus bienes, no por eso innovó nada en el gasto cotidiano ni en su modo de vida, y fue tanta su moderación, que ni cuando solo tenía dos millones de sestercios, que fueron los que heredó de su padre, se trató con escasez, ni cuando se vio con diez, gastó con más ostentación que antes, guardando la misma forma de vida en una y otra fortuna.
No tuvo Ático ningunos huertos ni quinta de consideración, ni en las inmediaciones de Roma ni en la costa, ni aún en Italia, sino las heredades de Ardea y Nomento, y todas sus rentas salían de las posesiones que tenía en Epiro y en Roma, de lo cual se puede inferir que Ático regulaba su gasto por la razón y no por la abundancia de sus bienes.
Capítulo XV
Era enemigo declarado de la mentira, y de aquí nacía a veces su severidad. Tardaba en prometer, pero cumplía religiosamente lo que había ofrecido. Procuraba los negocios de los amigos con el mismo calor que si fueran propios, de donde puede inferirse que no se retrajo de los públicos por desidia, sino por prudencia.
Mentira ni la decía ni podía sufrir que otro la dijese, y así su afabilidad estaba acompañada de alguna severidad, y su entereza de alguna blandura, por lo cual no se podía determinar si era mayor el respeto con que le miraban sus amigos que el amor que le tenían.
Era detenido en prometer lo que le pedía, porque le parecía que era más inconsideración que liberalidad ofrecer lo que no se podía cumplir; mas, habiendo prometido alguna cosa, era tan eficaz en desempeñar su palabra que no parecía que trabajaba en algún negocio ajeno, sino propio.
Nunca le pesó de negocio de que se hubiese encargado, porque juzgaba que le iba en eso la opinión, que era la cosa que más estimaba. Y por este motivo corría con todos los negocios de los dos Cicerones, Marco y Quinto, con los de Catón, de Mario, Hortensio, Aulo Torcuato y otros caballeros romanos, de lo cual se puede inferir que si huyó Ático del gobierno de la república fue por prudencia, no por desidia.
Capítulo XVI
Nada prueba mejor la dulzura de su carácter que el haberse acomodado a su trato, no solamente los de su misma edad, sino los que la tenían muy diversa. Entre todos, quien más le distinguió con su amistad fue Cicerón, según lo manifiestan las muchas cartas que le escribió contándole cuanto pasaba y pronosticando lo que había de suceder.
Bastará decir para prueba de la cortesanía y afable trato de Ático que, cuando joven, gustó sobremanera al viejo Sila, y, cuando viejo, al joven Bruto, y con sus coetáneos Quinto Hortensio y Marco Cicerón vivió con tanta armonía y amor que no se podría determinar fácilmente para qué edad era más propio; mas quien le amó con más particularidad fue Cicerón, que le quiso tanto que ni aún a su hermano Quinto tuvo más amor ni trató con más familiaridad.
Bien lo declaran además de los libros ya dados a luz, en que hace mención de Ático, los dieciséis volúmenes de cartas que le escribió desde su consulado hasta el fin de su vida, con cuya lectura poco se echará menos la historia seguida de aquellos tiempos, porque en ellos se ven con tanta claridad y distinción las intenciones de los principales, los vicios de los jefes y todas las mudanzas de la república, que nada se encubre, y hacen ver que la prudencia en cierta manera profetiza, pues vemos que Cicerón no solo predijo lo que había de suceder en su tiempo, sino que también pronosticó como profeta lo mismo que ahora pasa.
Capítulo XVII
Nunca tuvo la menor rencilla con su madre, la cual murió siendo él de sesenta y siete años, ni con su hermana, que venía a ser de su misma edad. Esto prueba que no se dejaba arrebatar de ninguna prontitud de genio, por haber estudiado e l modo de tenerlo a raya.
Acerca del amor de Ático a los suyos, no hay para qué referir más que lo que yo mismo le oí decir con tanta gloria como verdad en el entierro de su madre, que murió de edad de noventa años, teniendo él sesenta y siete, y fue que en toda su vida se había reconciliado con su madre, y que nunca había tenido ninguna rencilla con su hermana, que era casi de su edad, lo cual prueba o que nunca se atravesó entre ellos ninguna queja o que Ático era tan indulgente con los suyos que tenía por gran maldad enojarse contra los que debía amar.
Y este proceder no solo era efecto del genio, de quien todos nos dejamos llevar, sino también de la instrucción, porque la inteligencia que tenía de las máximas de los mayores filósofos, le servía para arreglar por ellas sus acciones, y no para hacer ostentación de su ciencia.
Histori(et)as de griegos y romanos


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Capítulo XVIII
Era muy aficionado a las costumbres de sus mayores y al estudio de la Antigüedad, según lo acreditan varias obras suyas. Escribió en verso un resumen de las vidas de los más esclarecidos romanos y compuso en griego la historia del consulado de Cicerón.
Ático imitaba en cuanto podía los ejemplos que nos dejaron nuestros antepasados, y era muy amante de la antigüedad, de la que tenía tan entera noticia que la abarcó toda en aquel volumen, en que puso por su orden los magistrados, porque todas las leyes del pueblo romano, todas sus guerras y cosas notables se refieren allí en los tiempos en que sucedieron, y no sin gran trabajo entretejió de tal manera el origen de las familias que podemos venir en conocimiento de las ramas que descienden de los varones ilustres.
Esto mismo hizo también en otras obras aparte, como en la que escribió a instancias de Marco Bruto, en la cual trató de todos los de la familia Junia desde el principio hasta nuestros días, notando el nombre de cada uno, sus padres, empleos honoríficos y tiempo en que los consiguió. Lo mismo hizo con la familia de los Marcelos a instancias de Marcelo Claudio, y con las de los Cornelios, Fabios y Emilios a ruegos de Escipión Cornelio y de Fabio Máximo. Estos libros son ciertamente la lectura más agradable para los que tienen algún deseo de conocer los varones esclarecidos.
También empleó Ático algún tiempo en la poesía, a mi parecer, por gustar algo de su dulzura, y así celebró en verso a los romanos más señalados por sus hazañas y nombre, poniendo primero sus retratos, y debajo en cuatro o cinco versos sus hechos y cargos honoríficos, y parece imposible que haya podido abarcar tanto en tan poco. También compuso otro libro en griego del consulado de Cicerón. Todo esto escribí en vida de Ático.
Capítulo XIX
Ático, que jamás deseó salir de su clase, llegó a emparentar con el emperador Augusto, y esto afirmó más la antigua amistad de los dos.
Ya que la fortuna quiso que yo sobreviviese a Ático, proseguiré lo que resta, y, en cuanto me sea posible, haré ver a mis lectores con ejemplos lo que ya arriba insinué: que las costumbres son las que regularmente fabrican a cada uno su fortuna, pues vemos que Ático estando contento en la clase de los caballeros romanos en que había nacido, llegó a emparentar con el emperador Augusto, hijo del divino Julio, cuya amistad había conseguido ya antes por sola su bondad, que fue la que le había granjeado la gracia de los otros principales de Roma, de tanto mérito como Augusto, aunque no tan dichosos, porque la fortuna favoreció tan a manos llenas a Octaviano, que no le negó nada de cuanto había dado a todos los otros, y aún le concedió favores que jamás pudo conseguir ningún ciudadano romano.
Tuvo Ático una nieta de Agripa, con quien había casado a una hija suya doncella, y a esta nieta desposó Augusto, no teniendo apenas un año, con Tiberio Claudio Nerón, hijo de Drusila, y su entenado. Esta conexión hizo más firme la amistad entre Ático y Octaviano, y más familiar su trato.
Capítulo XX
La correspondencia epistolar entre César y Ático era no menos íntima que continua, aun antes que los enlazasen los vínculos de parentesco. Marco Antonio informaba también a Ático desde los países más remotos de todos los negocios que traía entre manos, y era menester no menos cordura que probidad, para corresponderse al mismo tiempo con dos sujetos de intereses tan encontrados.
Aunque ya antes de estos desposorios, no solo cuando Augusto estaba ausente de Roma, jamás escribió a alguno de sus amigos sin escribir también a Pomponio, preguntándole de qué trabajaba y particularmente qué leía, dónde estaba, y qué tiempo se había de detener, sino que también, estando en la ciudad, cuando sus infinitas ocupaciones no le dejaban tanto lugar como quería para gozar del trato de Pomponio, no dejó pasar ningún día, ni aun por inadvertencia, en que no le escribiese, ya fuese preguntándole algo acerca de la antigüedad, ya fuese proponiéndole alguna cuestión poética, precisándole algunas veces chanceándose a ser más largo en sus cartas.
Este trato familiar dio ocasión a Pomponio para avisar a César, que el templo de Júpiter Feretrio que Rómulo había fundado en el Capitolio amenazaba ruina, tanto por los muchos años como por el poco cuidado, con cuyo aviso el emperador mandó repararlo.
Y no honraba menos a Ático con sus cartas Marco Antonio, aunque estaba ausente, informándole desde el cabo del mundo de los negocios que traía entre manos, y todos sus cuidados. Cuán difícil sea esto lo conocerá más bien quien sea capaz de comprender cuánta cordura es menester para conservarse en el trato y amor de dos sujetos, que, además de competir sobre intereses de la mayor importancia, estaban tan opuestos y encontrados como era forzoso lo estuviesen César y Marco Antonio, deseando uno y otro mandar no solo Roma, sino todo el mundo.
Capítulo XXI
Llegó Ático a los setenta y siete años de edad habiendo gozado de una salud muy robusta, hasta que le cogió la última enfermedad, que los médicos creyeron por de pronto era un pujo de sangre, pero que no tardó en degenerar en una fístula apostemada que le causaba dolores muy agudos. Viendo que con las medicinas no lograba el menor alivio, resolvió dejar de tomar alimento para acabar así más pronto.
Ático cumplió sesenta y siete años de edad, guardando siempre este tenor de vida. Su dignidad, favor y fortuna fueron en aumento hasta el fin de sus días, porque muchos por sola su bondad le nombraron por heredero.
Habiendo gozado de una salud tan robusta que en treinta años no necesitó de ninguna medicina, cayó por fin en una enfermedad que al principio despreciaron así él como los médicos, creyendo que fuese una especie de diarrea, para cuya curación aplicaron algunos remedios prontos y caseros.
Habiendo pasado en esto tres meses, sin más dolores que los que ocasionaba la cura, se le puso de repente tan malo uno de los intestinos que al fin se le abrió en los riñones una fístula apostemada. Antes de llegar a este estado, sintiendo Ático que se le agravaban los dolores y se aumentaba la calentura, mandó llamar a su yerno Agripa, y Lucio Cornelio Balbo y Sexto Peduceo. Teniéndolos delante, recostándose sobre el codo, les dijo:
«No es menester que yo me dilate en contaros el cuidado y diligencia que puse estos días en mi curación, supuesto que vosotros mismos lo habéis visto. Ahora que ya os contemplo satisfechos de que no he dejado medio alguno que pudiese conducir para mi salud, resta que yo mire por mí. Os he llamado para daros parte de mi resolución, que es de dejar de dar comida a mi enfermedad, porque todo el alimento que tomé estos días me alargó la vida, sí, mas también me acrecentó los dolores sin esperanza de mejoría. Dos cosas os pido: la primera, que aprobéis mi resolución; la segunda, que no os empeñéis en disuadirme».
Capítulo XXII
A los dos días de haber manifestado con serenidad a sus amigos la resolución de dejarse morir de hambre, experimento algún alivio, mas, como insistió no obstante en su propósito, falleció tres días después. Fue enterrado sin pompa, como lo había mandado, acompañándole todos los hombres de bien.
Habiéndoles hecho este razonamiento, tan entero el semblante y voz que no parecía que pasaba de esta a la otra vida, sino de una casa a otra, Agripa, besándole y llorando, le suplicaba y pedía con encarecimiento que no acelerase él mismo la partida, para la que ya la misma naturaleza le daba prisa, sino que, pues todavía podía vivir algún tiempo más, se conservase, así por él como por los suyos.
Mas Ático atajó sus ruegos con un porfiado silencio. Habiendo pasado dos días sin tomar alimento, de repente quedó limpio de calentura y mejoró algo. Sin embargo, llevó adelante su intento, como si no hubiera habido novedad, y así, a los cinco días que había tomado esta resolución, el último de marzo partió de esta vida, siendo cónsules Ennio Domicio y Gayo Sosio.
Le llevaron a enterrar en una litera, sin pompa, como él mismo había mandado, acompañándole todos los buenos y gran número de plebeyos. Fue sepultado junto a la vía Apia, a cinco millas de Roma, en el sepulcro de su tío Quinto Cecilio.