Este es el primer capítulo de Las mujeres de los césares, de Guglielmo Ferrero, traducido al español por Francisco Javier Álvarez Comesaña.
Muchas cosas que entre los griegos se consideran inapropiadas están permitidas según nuestras costumbres. ¿Acaso hay algún romano que se avergüence de sacar de casa a su mujer para cenar fuera? ¿No es normal que la señora de la casa, en cualquier familia, esté a la vista de extraños y se muestre ante ellos?
No es el caso en Grecia: allí, la mujer solo puede aceptar invitaciones de familias emparentadas, y permanece recluida en esa parte interior de la casa llamada «gineceo», donde solo se permite el paso a los familiares más cercanos.
Vidas, de Cornelio Nepote
Este fragmento, uno de los más significativos de toda la obra de Nepote, traza en unas pocas líneas una de las diferencias más marcadas entre el mundo griego-asiático y el romano. En las sociedades antiguas, la romana era, probablemente, la que más libertades sociales y autonomía legal y económica proporcionaba a las mujeres, al menos las de las clases más altas.
Era en Roma donde la mujer se acercaba más a la condición de igualdad moral y civil del hombre, de modo que era más una compañera que una esclava: esa igualdad en la que la civilización moderna ve uno de los mayores fines del progreso moral.
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La doctrina mantenida por algunos filósofos y sociólogos de que los pueblos militares subordinan a la mujer a un régimen tiránico de servidumbre doméstica se viene abajo con el ejemplo de Roma. Si alguna vez ha habido un tiempo en que la mujer romana viviera en un estado de tutelaje perenne bajo la autoridad del hombre desde su nacimiento hasta su muerte —la del marido, si no la del padre, o, si no la del padre o el marido, la del tutor—, ese tiempo se corresponde a la más remota antigüedad.
Cuando Roma se hizo la dueña del mundo mediterráneo, y especialmente durante el último siglo de la república, la mujer, más allá de algunas pequeñas limitaciones en cuanto a la forma más que en cuanto a la sustancia, ya había adquirido independencia legal y económica, la condición necesaria para la igualdad social y moral.
En cuanto al matrimonio, los contrayentes podían elegir entre dos regímenes familiares legales diferentes: matrimonio con manus, el más antiguo, en que todos los bienes de la esposa pasaban a la posesión del marido, de modo que ella ya no podía poseer nada a su nombre; o el matrimonio sin manus, en que solo la dote pasaba a la propiedad del marido, y la mujer permanecía como dueña de todas sus demás posesiones y todo lo que pudiera adquirir.
Salvo algunos casos, y por razones especiales, en todas las familias de la aristocracia, por mutuo acuerdo, los matrimonios, durante los últimos siglos de la república, se contraían sin manus. Por tanto, las mujeres casadas obtenían su independencia económica directa y abiertamente.
Histori(et)as de griegos y romanos

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Durante el mismo periodo, indirectamente, y por medio de evasiones jurídicas, esta independencia también podían obtenerla las mujeres sin casar, que, según las leyes antiguas, debían permanecer durante toda su vida supeditadas a un tutor, ya fuera escogido por el padre en su testamento o, en su defecto, adjudicado por la ley.
Para librarse de esta dificultad, la fértil y sutil imaginación de los juristas inventó primero el tutor optativus, que permitía al padre, en lugar de nombrar al tutor de su hija en su testamento, dejarle libertad para que eligiera un tutor general o varios, según su conveniencia, o incluso cambiarlo tantas veces como quisiera.
Para darle a la mujer los medios para cambiar a su tutor legal según su parecer, si su padre no le había asignado a ninguno en su testamento, se inventó el tutor cessicius, que permitía la transmisión del tutelaje legal. Sin embargo, aunque desaparecían todas las restricciones a la libertad de la mujer soltera impuestas por la institución del tutelaje, una limitación perduraba: la mujer no podía hacer su propio testamento.

Y, aun así, podía hacerlo de alguna forma, ya fuera mediante un matrimonio ficticio o gracias a la invención del tutor fiduciarius. La mujer, sin contraer matrimonio, se entregaba por medio de la coemptio (compra) a la manus de una persona de su confianza, según el acuerdo de que el coemptionator la liberaría: este se convertiría en su tutor a los ojos de la ley.
El pódcast de mitología griega
Había, pues, hacia el final de la república, poca disparidad en condición legal entre el hombre y la mujer. Como es natural, a esta igualdad legal casi completa le seguía una igualdad moral y social análoga. Los romanos nunca tuvieron la idea de que entre el mundus muliebris (el mundo de la mujer) y el de los hombres hubiera que levantar murallas, cavar fosos o armar barricadas, ya fueran materiales o morales.
Nunca quisieron, por ejemplo, dividir a las mujeres y a los hombres sumiéndolas a ellas en la ignorancia. Es cierto que las damas romanas de la alta sociedad, durante un breve periodo de tiempo, carecían de instrucción, pero esto era porque los hombres no se fiaban de la cultura griega. Cuando la literatura, la ciencia y la filosofía helénica fueron admitidas entre las grandes familias romanas como deseables, ni la autoridad ni el egoísmo ni los prejuicios de los hombres buscaron privar a la mujer del gozo, el confort o la luz que pudiera aportarles su estudio.
Sabemos que muchas jóvenes, en los dos últimos siglos de la república, no solo aprendían a bailar y a cantar —intereses femeninos comunes—, sino que incluso aprendían griego, les encantaba la literatura y hacían sus pinitos en la filosofía, leyendo libros o en encuentros con los famosos filósofos orientales.
Además, en la casa la mujer era la dueña, al lado de y en igualdad con su marido. El fragmento de Nepote citado al principio demuestra que la mujer no quedaba recluida como sí lo estaba la mujer griega: la romana recibía y disfrutaba la compañía de los amigos de su marido, estaba presente con ellos en los festivales y banquetes de las casas de las familias con las que tuviera amistad, aunque sí que en estos banquetes no podía, como sí el hombre, reclinarse, sino que debía sentarse a la mesa por mor del recato. En una palabra, no estaba, como la mujer griega, encerrada en casa, una prisionera en la práctica.

Tras nueve años de asedio y no mucha actividad guerrera, los griegos aún confían en tomar la ciudad de Troya. Todo se precipita con la famosa cólera de Aquiles: el gran rey Agamenón deshonra al mejor de los griegos, que entonces se niega a luchar contra el enemigo. Sin su lanza, el ejército griego no es rival para los soldados de Héctor, el gran comandante troyano. Comienzan los duelos de los héroes de ambos bandos y las hazañas de héroes como Áyax, Diomedes y Odiseo. Sin embargo, los griegos solo podrán conquistar Troya cuando Aquiles deponga su cólera y regrese al campo de batalla. 👉 Seguir.
Podía salir libremente; a menudo lo hacía en una litera. Nunca se la excluyó de los teatros, aunque el gobierno romano intentó durante un largo periodo moderar la pasión del pueblo por los espectáculos. Podía frecuentar espacios públicos y hablar directamente con los magistrados. Hay constancia de reuniones y manifestaciones llevadas a cabo por las mujeres más ricas de Roma en el Foro y otros lugares públicos para obtener leyes y otras disposiciones de los magistrados, como la famosa protesta de las mujeres que Livio dice que ocurrió en el año 195 a. C. para exigir la abolición de la Ley Opiana contra el lujo.
¿Qué más? Hay razones de sobra para afirmar que ya durante la república había en Roma una especie de club de mujeres llamado conventus matronarum, donde las damas de las grandes familias se reunían.
Por último, es verdad que muchas veces en momentos decisivos el gobierno se dirigió directa y oficialmente a las grandes mujeres de Roma para solicitar ayuda y superar los peligros que amenazaban los asuntos públicos, ya fuera para pedir dinero o para implorar el favor de los dioses mediante solemnes ceremonias religiosas.
Es de suponer, pues, que en todo momento hubo en Roma mujeres interesadas en los asuntos públicos. Las fortunas de las familias poderosas, su gloria, su preponderancia, su riqueza, dependían de las vicisitudes de la política y de la guerra. El núcleo de estas familias eran siempre políticos, diplomáticos, guerreros; cuanto más inteligente y culta fuera la mujer, y cuanto más amara a su marido, más intensamente hubo de absorber las fortunas de la política, interior y exterior, pues con estas estaban alineados muchos intereses familiares, y a menudo incluso la vida de su marido.
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¿Era la familia romana, entonces, igual a la familia contemporánea en todos los aspectos? ¿Hemos vuelto al sendero iniciado por nuestros antepasados?
No. Si hay similitudes entre la familia moderna y la romana, también hay diferencias cruciales. Aunque el romano permitía a la mujer independencia judicial y económica, una cultura refinada y esa libertad sin la cual es imposible disfrutar de la vida digna y noblemente, nunca estuvo preparado para reconocer, de la forma en que se hace hoy en día, como fin último y razón para el matrimonio, ni la felicidad personal de los contrayentes ni el desarrollo moral común en la unión de sus caracteres y aspiraciones.
La concepción individualista del matrimonio y de la familia de nuestra civilización era ajena a la mentalidad romana, que los concebía meramente desde un punto de vista esencialmente político y social. El propósito del matrimonio era, por así decirlo, extrínseco a la pareja. El aristócrata romano nunca consideró el matrimonio y la familia —igual que nunca consideró la religión y la ley— más que como instrumentos para la dominación política, como medios para incrementar y establecer el poder de cada gran familia, y por medio de afiliaciones familiares fortalecer la asociación de la aristocracia, unida ya por intereses políticos.
Por esta razón, aunque el romano concedía muchos privilegios y reconocía muchos derechos a las mujeres, nunca llegó a pensar que la mujer, incluso de una familia importante, pudiera aspirar al derecho de elegir a su marido. De hecho, las costumbres restringían incluso al hombre joven, al menos en su primer matrimonio. La elección era de los padres, acostumbrados a colocar a sus hijos pronto, de hecho cuando aún eran niños.
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Los cabezas de dos familias amigas se encontraban juntas diariamente en la briega del Foro y de los Comicios, o en las deliberaciones del Senado. Sus hijos, si se comprometían entonces, a los siete u ocho años de edad, unirían aún más a las dos familias, y por tanto se concertaba al punto el matrimonio. La niña era criada con la idea de que, algún día, lo antes posible, sería casada con el niño, igual que durante dos siglos en las casas ilustres de los países católicos muchas de las hijas eran criadas con el objetivo de casarse algún día.
Todo el mundo consideraba que esta práctica romana era razonable, útil y igualitaria; a nadie se le ocurrió que violentaba el más íntimo sentimiento de libertad e independencia que un humano puede conocer. Al contrario: según la idea general, se estaba promoviendo el buen gobierno , y estas alianzas evitaban las semillas de la discordia que germinaban espontáneamente en la aristocracia.
Esta es la razón por la que se conoce cuántas mujeres tuvo cualquier romano ilustre y de qué familia eran. El matrimonio de un noble romano era un acto político y reseñable; porque un hombre joven, o incluso en su madurez, al unirse con ciertas familias, llegaba a asumir más o menos por completo las responsabilidades políticas en las que estaban, por una razón u otra, inmiscuidos.
Esto era especialmente cierto en los últimos siglos de la república —comenzando a partir de los Graco—, cuando por diversas razones comentadas ya en Grandeza y decadencia de Roma, la aristocracia romana se dividió en dos partidos enemistados, uno de los cuales intentaba levantar contra el otro los intereses, las ambiciones y los anhelos de las clases medias y bajas. Entonces, los dos partidos procuraron reforzarse con alianzas por medio de matrimonios, y estos siguieron los más y los menos de las disputas políticas que regaron Roma de sangre. De esto, la historia de Julio César es una prueba bien curiosa.
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La razón principal de que Julio César llegara a ser el líder del partido popular no radica en sus ambiciones ni en su temperamento, y aún menos en sus opiniones políticas, sino en su relación con Mario. Una tía de César se había casado con Gayo Mario, quien, tras meterse en política, llegó a ser el mayor general de su tiempo, fue elegido cónsul seis veces y derrotó a Yugurta, a los cimbros y a los teutones.
Este hombre hecho a sí mismo se hizo rico y famoso y, a la vista de una aristocracia orgullosa de sus ancestros, intentó ennoblecer sus oscuros orígenes tomando a una esposa de una familia patricia antigua y noble, aunque empobrecida y decadente.
Pero cuando estalló la revolución en la que Mario se posicionó como líder del partido popular, y la revolución fue aplastada por Sila, la vieja aristocracia, que había vencido junto a Sila, no olvidó a la familia patricia de los Julios por haberse unido al enemigo, que tantos quebraderos de cabeza había causado.
En consecuencia, durante el periodo de la reacción, todos sus miembros fueron contemplados con desconfianza, se sospechaba de ellos y fueron perseguidos, entre ellos el joven César, que de ninguna manera fue responsable por los actos de su tío, pues era solo un muchacho durante la guerra entre Sila y Mario.
Esto explica que la primera mujer de César, Cosucia, fuera la hija de un caballero. Para un joven perteneciente a una familia de antigua nobleza senatorial, este matrimonio se le quedaba bastante corto; pero César llevaba comprometido con esta chica desde una edad muy temprana, cuando aún la alianza entre Mario y los caballeros era firme y fuerte, cuando el matrimonio de la hija de un caballero rico significaba para el sobrino de Mario no solo una fortuna considerable, sino también el apoyo de la clase social predominante en ese momento.
El pódcast de mitología griega
Por razones desconocidas, César repudió pronto a Cosucia y, antes de la caída del partido democrático, se casó con Cornelia, la hija de Cinna, el cónsul democrático y miembro más destacado del partido de Mario. Este segundo matrimonio, cuya motivación ha de buscarse en el estatus político de la familia de César, fue la causa de sus primeros reveses políticos. Efectivamente, Sila intentó obligar a César a repudiar a Cornelia y, como consecuencia de su negativa, fue considerado enemigo de Sila y su partido y fue tratado como tal.
Se sabe que Cornelia murió cuando aún era muy joven, solo tras unos pocos años de vida en matrimonio, y que el tercer matrimonio de César en el año 68 a. C. fue muy diferente de los anteriores, pues su tercera esposa, Pompeya, pertenecía a una de las familias más nobles de la aristocracia conservadora: era, efectivamente, sobrina de Sila.
¿Cómo es posible que el sobrino de Mario, que escapó de milagro a las proscripciones de Sila, llegara a casarse con la sobrina de este? En los doce años entre el 80 y el 68, la situación política se había calmado paulatinamente, y un nuevo aire de conciliación había comenzado a soplar en la ciudad. Entonces, ser sobrino de Mario ya no era un crimen para ninguna de las grandes familias; para algunos, al contrario, era el comienzo de algo nuevo.
Pero esa situación no duró mucho. Tras una breve tregua, los dos partidos se enfrentaron de nuevo. Entonces, César eligió como cuarta esposa a Calpurnia, la hija de Lucio Calpurnio Pisón, cónsul en el 58, senador influyente del partido popular.

Tras nueve años de asedio y no mucha actividad guerrera, los griegos aún confían en tomar la ciudad de Troya. Todo se precipita con la famosa cólera de Aquiles: el gran rey Agamenón deshonra al mejor de los griegos, que entonces se niega a luchar contra el enemigo. Sin su lanza, el ejército griego no es rival para los soldados de Héctor, el gran comandante troyano. Comienzan los duelos de los héroes de ambos bandos y las hazañas de héroes como Áyax, Diomedes y Odiseo. Sin embargo, los griegos solo podrán conquistar Troya cuando Aquiles deponga su cólera y regrese al campo de batalla. 👉 Seguir.
Quien estudie la historia de los personajes influyente de los tiempos de César encontrará que sus matrimonios siguen el curso de la situación política. Cuando no era por motivos políticos, eran económicos. Una mujer podía ayudar en la carrera política de dos formas: administrando de forma efectiva la casa o contribuyendo a los gastos con su dote o su fortuna personal.
Aunque los romanos daban a sus hijos una educación relativamente avanzada, nunca olvidaron inculcar en ellas la idea de que era el deber de una mujer, especialmente si era de noble cuna, conocer todas las artes del ama de casa, y especialmente hilar y tejer.
La razón de esto reside en el hecho de que para las familias aristocráticas, en posesión de extensas tierras y rebaños, era fácil proveerse a sí mismos de sus propiedades con la lana necesaria para vestir a todos, desde los amos hasta los numerosos esclavos. Si la materfamilias conocía las artes de hilar y tejer lo suficientemente bien como para organizar una pequeña fábrica casera con los esclavos trabajando en tales tareas, y si sabía cómo manejarlos para que trabajaran con celo y sin extravíos, podía proveer de ropa a toda la casa, de modo que podía evitar el elevado gasto de tener que comprarla. La materfamilias llevaba a cabo, pues, la tarea fundamental de vestir a toda la casa, y, en proporción a cuán eficaz fuera en esta tarea, tanto podía ayudar o perjudicar a la familia.
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